¿Puede explicarse un animal superior como el leopardo sólo a partir de sus genes? Esto es lo que hasta ahora hemos creído todos atendiendo a la teoría darwinista de la evolución, entendida como la supervivencia de los más aptos, que se ha convertido en la única tesis explicativa de la vida en la Tierra, de su variedad de formas y comportamientos, de su origen y extinción.
Pues bien, Brian Goodwin nos desmuestra que las cosas no son tan simples. Para él los rasgos definitorios de la teoría darwinista son como las manchas de un leopardo que está cambiando de pelaje: son tan cuestionadas que se está alterando la fisonomía de la propia biología tradicional. A lo mejor deberíamos convenir con él en que los genes no explican por sí solos la adaptación de las especies y examinar con atención ese otro mecanismo, igualmente poderoso, que nos propone para explicar el origen y la diversificación de los seres vivos.
Las consecuencias de este cambio de perspectiva no son sólo científicas: Goodwin nos demuestra, por ejemplo, que las imágenes darwinistas que tanto se asocian con la vida moderna y el progreso —genes egoístas, estrategias de supervivencia, «la guerra de todos contra todos»— son incompletas. Si contemplamos los organismos como algo más que máquinas para sobrevivir y atendemos a su valor intrínseco, aprendemos que son tan competitivos como cooperativos, tan egoístas como altruistas, tan destructivos y repetitivos como creativos y juguetones.
La manchas del leopardo es a la vez una brillante aplicación de las leyes de la física al estudio de los seres vivos, una exposición de la poderosa fuerza que modela la vida en la Tierra y una meditación sobre la evolución de las formas complejas.